Motociclismo: Héroes de leyenda – Capítulo 2.
Joan Garriga
Los años ochenta fueron tiempos prodigiosos para el
motociclismo español. Fueron tiempos de cambio en toda la sociedad
española, y el motociclismo no fue ajeno a esa transformación. Momentos en los
que los viejos mitos y los rancios tabúes se vinieron abajo, derribados por
jóvenes dispuestos a reescribir la historia.
Fueron tiempos en los que nuevos pilotos discutían la
supremacía a los dos grandes talentos del motociclismo español, Ángel
Nieto y Ricardo Tormo. Fueron aquellos años de ilusión en los que todo
era posible, aunque nada nacía por generación espontánea: «Aspar» se destapó
bajo el amparo de Tormo y el Moto Club Cullera; Sito Pons tuvo el respaldo de
Cobas y su entorno íntimo; Cardús llegó de la mano de JJ y Moriana; y en Barcelona
diversas tiendas mostraban un decidido apoyo a pilotos como Reyes, Gil,
Boronat… Tiempos emprendedores.
Y mientras toda esta generación se formaba, Joan
Garriga salió como de la nada. Era un muchacho delgaducho y espigado,
de pelo ensortijado, y de un rubio dorado como el de los querubines de las
iglesias. Un angelito que, a fuerza de ver a los quemados culminar La Rabassada
desde su casa de Vallvidrera, terminó aficionándose de todo corazón.
Empezó a hacer carreras sueltas y subidas en cuesta en 1980,
con sólo 17 años, en una época en la que el motociclismo aún no se había
llenado de imberbes campeones, y a él se le podía considerar un talento precoz
a lomos de una desfasada Yamaha TZ 250, quizás demasiado salvaje para él. Pero
así era Joan, capaz de quemar etapas a pasos agigantados.
En 1981 hizo el Trofeo Senior 250 (fue octavo), y al año
siguiente le disputó el título al riojano Paco Álvarez Eulate, que con una
Siroko de JJ-Cobas se lo llevaba de calle hasta que sufrió una caída en la
última curva de la última carrera, en Cullera. Eulate se rompió un brazo, pero
le ayudaron a llegar a duras penas hasta la meta. Si Garriga hubiera reclamado,
habría sido campeón, pero no lo hizo y se conformó con ser segundo. Fue el
primer detalle, un gesto de nobleza que se convirtió en su tarjeta de
presentación.
A partir de 1983, Garriga se convirtió en el piloto más
polivalente de la velocidad española. Sólo tenía 20 años, pero parecía señalado
como el hombre del futuro. Realmente era el hombre del presente. Folch le subió
en sus motos para correr en las MOTOCICLISMO Series, en una Yamaha «proto» para
la F-1 Prototipos, y en una Yamaha XJ900 para F-1 Siluetas.
Y disputó el Nacional de 250 con su TZ, hasta que el equipo
de Sito Pons puso a disposición una de las Kobas de Sito cuando éste se lesionó
en el Gran Premio de Austria. Garriga fue cuarto en el Campeonato de España.
Fue su primer encuentro con Sito y su entorno, una relación que terminó en
encontronazo, un anticipo de su eterna disputa que, matizada por el tiempo, aún
se mantiene.
La rabia que les separó ya no está presente, pero todavía
hoy sigue habiendo garriguistas y sitistas, gente que no da su brazo a torcer
por más que pasen los años. Garriga tan pronto corría con la «dos y medio» en
ese Nacional de aceras y farolas, como se subía en una moto de las Series, o se
marcaba unas 24 Horas en Montjuïc, o una subida en cuesta. En 1984 despegó
definitivamente. Ese año ganó el Nacional de 250 y debutó en el Mundial.
Su paso por los Grandes Premios fue complicado, y allí
surgieron las primeras dificultades con Pons y su entorno, porque iniciaron el
año como compañeros dentro de la misma escudería, pero surgieron problemas y
terminaron distanciados. También logró su primer triunfo en Montjuïc, y siguió
prodigándose allí donde hubieran carreras. En 1985 hizo, por fin, un Mundial
completo, a lomos de una JJ-Cobas 250, repitió victoria en las 24 Horas, y ganó
las dos categorías superiores de las Series con una Suzuki GSX-R 750.
Todo seguía pasando deprisa, muy deprisa, casi sin tiempo de
parar a pensar hacia dónde dirigir los pasos. Y casi sin darse cuenta, en 1986,
se vio a lomos de la Cagiva 500 en la parrilla del Jarama, la primera prueba
del Mundial. Joan apenas tenía 23 años y un amplio bagaje de éxitos en todo
tipo de motos y campeonatos. Ese día también fue por delante de los
acontecimientos y terminó octavo. Nunca antes la 500 de Varese había llegado
tan lejos.
Fue el delirio. Quizás ese día se comenzó a formar la corte
de aduladores y amigos fáciles que atrae el éxito. Quizás fuera ése el momento
en el que el verdadero Joan Garriga, aquel tallo con cara de ángel, dejo de
existir. Quién sabe… La campaña con la Cagiva fue mediocre, como no podía ser
de otra manera. Pilotos con mayor experiencia que Garriga habían fracasado
estrepitosamente en semejante trance, pero Joan aún fue capaz de sacarle algún
resultado presentable en el Mundial, aparte de una victoria fácil en un
decrépito Campeonato de España.
En 1987 regresó al Mundial de 250. Los buenos oficios de
Yamaha España y el apoyo de Tabacalera permitieron que accediera a una YZR 250
de fábrica. No decepcionó. En la segunda carrera, en Jerez, el día del estreno
del circuito, fue tercero, subiendo por primera vez al podio.
Meses después accedería al segundo peldaño del «cajón» en el
Jarama, donde marcó la «pole position» y la vuelta rápida. Aquella temporada
supuso su despegue definitivo, fue el nacimiento del «Boeing 747», un
sobrenombre pasajero aunque inolvidable. También entonces empezó a lucir el
diseño definitivo de su casco, un comecocos, un icono aparentemente amenazante,
como dispuesto a devorarse todo lo que se le pusiera por delante.
Aquellos resultados fueron confirmados sólo unos meses
después, cuando él y Sito iniciaron aquella épica campaña de 1988. Una tras
otra, en casi todas las carreras, se encontraron en el podio durante cinco
largos meses, apasionantes e inolvidables. Garriga corrió con toda su alma, se
mostró agresivo, dando una imagen dura, fuerte, contundente, como de rabia.
Como si en cada curva buscara el desquite por viejos pleitos.
Como si su cerebro corriera más que él y su cuerpo buscara no perder el compás.
Como si su cerebro corriera más que él y su cuerpo buscara no perder el compás.
Garriga transmitía una imagen agresiva, sin ataduras, de una
sinceridad brutal, una actitud totalmente opuesta a la pulcritud y ponderación
de las medidas palabras de Sito Pons. Garriga representaba la rebeldía. El
estilo Pons se impuso mientras que la conexión directa entre el cerebro y la
garganta de Garriga fue denostada. Todo sucedía, como siempre, deprisa, muy
deprisa. El desenlace no le fue favorable, ya lo sabéis, y en aquella carrera
de Goiania, la última del año, donde Sito se proclamó campeón, pareció apagarse
la luz deslumbrante que acompañaba a Garriga.
Se mantuvo un año más en 250, un año de suplicios porque la
Yamaha YZR no funcionó bien. Ya no pudo repetir las gestas del pasado. Y en
1990 decidió dar el salto a 500. La figura de Pons lo ensombrecía todo, y él no
pudo apartarse de su alargada sombra. Ni siquiera su resultado a final de año,
sexto, el mayor éxito de un piloto español en 500 en toda la historia, le
sirvió de mucho, porque aquel ángel maravilloso ya había caído.
Apenas hay buenos recuerdos de aquello, quizás el podio de
Donington en 1992, su primero y único en 500. También rompió con el que fue su
representante durante muchos años, Juan García Llach. Se había iniciado una
espiral de desgracias. Joan había entrado en barrena y en busca de evadirse de
todo encontró la salida fácil de la cocaína.
Acabada la temporada 1992 Tabacalera dijo basta y Garriga se
vio a pie. Hasta que apareció Ducati con una oferta para correr Superbikes que,
lógicamente, Garriga, a punto de cumplir 30 años, no rechazó. Pero el tiempo de
la magia y las emociones había pasado. Paladeó el sabor del champagne en
Hockenheim, pero sólo hizo cinco carreras. Después, el Gran Premio de Europa,
en Montmeló, como piloto invitado a lomos de una Cagiva 500. Y dijo basta.
Desapareció de las motos. Se fue entre los reproches de
muchos, señalado, marcado como un apestado. Lo peor estaba por venir. Se le
vinculó a asuntos turbios, se le acusó de haber provocado el incendio de su
negocio para cobrar el seguro, se le involucró en un tema de narcotráfico, de
falsificación de moneda.
Terminó ante un tribunal, y aún antes de que el
juez dictara sentencia se le condenó. Simplemente era culpable a los ojos de
todos. Y nadie alzó la voz. Recibió una despedida miserable por parte del mundo
de las motos. Sólo unos pocos siguieron allí, cerca de él, en los malos
tiempos, mientras que Joan iba y venía a la vida. Como hoy. Recordado por
todos, pero con la indiferencia de muchos. A estas alturas ya, qué más da: Joan
sigue viviendo rebelde y libre.
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