Joan Garriga: El ángel caído
Un solo año, una sola
temporada habría bastado para encumbrar a Joan Garriga: aquel inolvidable
Mundial de 250 de 1988. Pero hay mucha más historia y mucho más contenido
detrás de este mítico piloto, un hombre que contribuyó a la modernización del
motociclismo español, que arrastra una leyenda tan extraordinaria como maldita.
Los años ochenta fueron tiempos
prodigiosos para el motociclismo español. Fueron tiempos de cambio en toda la
sociedad española, y el motociclismo no fue ajeno a esa transformación. Momentos
en los que los viejos mitos y los rancios tabúes se vinieron abajo, derribados
por jóvenes dispuestos a reescribir la historia. Fueron tiempos en los que
nuevos pilotos discutían la supremacía a los dos grandes talentos del
motociclismo español, Ángel Nieto y Ricardo Tormo. Fueron aquellos años de
ilusión en los que todo era posible, aunque nada nacía por generación
espontánea: «Aspar» se destapó bajo el amparo de Tormo y el Moto Club Cullera;
Sito Pons tuvo el respaldo de Cobas y su entorno íntimo; Cardús llegó de la
mano de JJ y Moriana; y en Barcelona diversas tiendas mostraban un decidido
apoyo a pilotos como Reyes, Gil, Boronat… Tiempos emprendedores.
ASÍ EMPEZÓ…
Y mientras toda esta generación se formaba, Joan Garriga salió como de la nada. Era un muchacho delgaducho y espigado, de pelo ensortijado, y de un rubio dorado como el de los querubines de las iglesias. Un angelito que, a fuerza de ver a los quemados culminar La Rabassada desde su casa de Vallvidrera, terminó aficionándose de todo corazón. Empezó a hacer carreras sueltas y subidas en cuesta en 1980, con sólo 17 años, en una época en la que el motociclismo aún no se había llenado de imberbes campeones, y a él se le podía considerar un talento precoz a lomos de una desfasada Yamaha TZ 250, quizás demasiado salvaje para él. Pero así era Joan, capaz de quemar etapas a pasos agigantados.
Y mientras toda esta generación se formaba, Joan Garriga salió como de la nada. Era un muchacho delgaducho y espigado, de pelo ensortijado, y de un rubio dorado como el de los querubines de las iglesias. Un angelito que, a fuerza de ver a los quemados culminar La Rabassada desde su casa de Vallvidrera, terminó aficionándose de todo corazón. Empezó a hacer carreras sueltas y subidas en cuesta en 1980, con sólo 17 años, en una época en la que el motociclismo aún no se había llenado de imberbes campeones, y a él se le podía considerar un talento precoz a lomos de una desfasada Yamaha TZ 250, quizás demasiado salvaje para él. Pero así era Joan, capaz de quemar etapas a pasos agigantados.
En 1981
hizo el Trofeo Senior 250 (fue octavo), y al año siguiente le disputó el título
al riojano Paco Álvarez Eulate, que con una Siroko de JJ-Cobas se lo llevaba de
calle hasta que sufrió una caída en la última curva de la última carrera, en
Cullera. Eulate se rompió un brazo, pero le ayudaron a llegar a duras penas
hasta la meta. Si Garriga hubiera reclamado, habría sido campeón, pero no lo
hizo y se conformó con ser segundo. Fue el primer detalle, un gesto de nobleza
que se convirtió en su tarjeta de presentación.
A partir de 1983, Garriga se
convirtió en el piloto más polivalente de la velocidad española. Sólo tenía 20
años, pero parecía señalado como el hombre del futuro. Realmente era el hombre
del presente. Folch le subió en sus motos para correr en las MOTOCICLISMO
Series, en una Yamaha «proto» para la F-1 Prototipos, y en una Yamaha XJ900
para F-1 Siluetas. Y disputó el Nacional de 250 con su TZ, hasta que el equipo
de Sito Pons puso a disposición una de las Kobas de Sito cuando éste se lesionó
en el Gran Premio de Austria. Garriga fue cuarto en el Campeonato de España.
Fue su primer encuentro con Sito y su entorno, una relación que terminó en
encontronazo, un anticipo de su eterna disputa que, matizada por el tiempo, aún
se mantiene. La rabia que les separó ya no está presente, pero todavía hoy
sigue habiendo garriguistas y sitistas, gente que no da su brazo a torcer por
más que pasen los años.
POLIVALENTE
Garriga tan pronto corría con la
«dos y medio» en ese Nacional de aceras y farolas, como se subía en una moto de
las Series, o se marcaba unas 24 Horas en Montjuïc, o una subida en cuesta. En
1984 despegó definitivamente. Ese año ganó el Nacional de 250 y debutó en el
Mundial. Su paso por los Grandes Premios fue complicado, y allí surgieron las
primeras dificultades con Pons y su entorno, porque iniciaron el año como
compañeros dentro de la misma escudería, pero surgieron problemas y terminaron
distanciados. También logró su primer triunfo en Montjuïc, y siguió
prodigándose allí donde hubieran carreras. En 1985 hizo, por fin, un Mundial
completo, a lomos de una JJ-Cobas 250, repitió victoria en las 24 Horas, y ganó
las dos categorías superiores de las Series con una Suzuki GSX-R 750.
Todo seguía pasando deprisa, muy
deprisa, casi sin tiempo de parar a pensar hacia dónde dirigir los pasos. Y
casi sin darse cuenta, en 1986, se vio a lomos de la Cagiva 500 en la parrilla
del Jarama, la primera prueba del Mundial. Joan apenas tenía 23 años y un
amplio bagaje de éxitos en todo tipo de motos y campeonatos. Ese día también
fue por delante de los acontecimientos y terminó octavo. Nunca antes la 500 de
Varese había llegado tan lejos. Fue el delirio. Quizás ese día se comenzó a
formar la corte de aduladores y amigos fáciles que atrae el éxito. Quizás fuera
ése el momento en el que el verdadero Joan Garriga, aquel tallo con cara de
ángel, dejo de existir. Quién sabe… La campaña con la Cagiva fue mediocre, como
no podía ser de otra manera. Pilotos con mayor experiencia que Garriga habían
fracasado estrepitosamente en semejante trance, pero Joan aún fue capaz de
sacarle algún resultado presentable en el Mundial, aparte de una victoria fácil
en un decrépito Campeonato de España.
En 1987 regresó al Mundial de
250.Los buenos oficios de Yamaha España y el apoyo de Tabacalera permitieron
que accediera a una YZR 250 de fábrica. No decepcionó. En la segunda carrera,
en Jerez, el día del estreno del circuito, fue tercero, subiendo por primera
vez al podio. Meses después accedería al segundo peldaño del «cajón» en el
Jarama, donde marcó la «pole position» y la vuelta rápida. Aquella temporada
supuso su despegue definitivo, fue el nacimiento del «Boeing 747», un
sobrenombre pasajero aunque inolvidable. También entonces empezó a lucir el
diseño definitivo de su casco, un comecocos, un icono aparentemente amenazante,
como dispuesto a devorarse todo lo que se le pusiera por delante.
SU DUELO CON SITO PONS
Aquellos resultados fueron confirmados
sólo unos meses después, cuando él y Sito iniciaron aquella épica campaña de
1988. Una tras otra, en casi todas las carreras, se encontraron en el podio
durante cinco largos meses, apasionantes e inolvidables. Garriga corrió con
toda su alma, se mostró agresivo, dando una imagen dura, fuerte, contundente,
como de rabia. Como si en cada curva buscara el desquite por viejos pleitos.
Como si su cerebro corriera más que él y su cuerpo buscara no perder el compás. Garriga transmitía una imagen agresiva, sin ataduras, de una sinceridad brutal, una actitud totalmente opuesta a la pulcritud y ponderación de las medidas palabras de Sito Pons. Garriga representaba la rebeldía. El estilo Pons se impuso mientras que la conexión directa entre el cerebro y la garganta de Garriga fue denostada. Todo sucedía, como siempre, deprisa, muy deprisa. El desenlace no le fue favorable, ya lo sabéis, y en aquella carrera de Goiania, la última del año, donde Sito se proclamó campeón, pareció apagarse la luz deslumbrante que acompañaba a Garriga.
Como si su cerebro corriera más que él y su cuerpo buscara no perder el compás. Garriga transmitía una imagen agresiva, sin ataduras, de una sinceridad brutal, una actitud totalmente opuesta a la pulcritud y ponderación de las medidas palabras de Sito Pons. Garriga representaba la rebeldía. El estilo Pons se impuso mientras que la conexión directa entre el cerebro y la garganta de Garriga fue denostada. Todo sucedía, como siempre, deprisa, muy deprisa. El desenlace no le fue favorable, ya lo sabéis, y en aquella carrera de Goiania, la última del año, donde Sito se proclamó campeón, pareció apagarse la luz deslumbrante que acompañaba a Garriga.
Se mantuvo un año más en 250, un
año de suplicios porque la Yamaha YZR no funcionó bien. Ya no pudo repetir las
gestas del pasado. Y en 1990 decidió dar el salto a 500. La figura de Pons lo
ensombrecía todo, y él no pudo apartarse de su alargada sombra. Ni siquiera su
resultado a final de año, sexto, el mayor éxito de un piloto español en 500 en
toda la historia, le sirvió de mucho, porque aquel ángel maravilloso ya había
caído. Apenas hay buenos recuerdos de aquello, quizás el podio de Donington en
1992, su primero y único en 500. También rompió con el que fue su representante
durante muchos años, Juan García Llach. Se había iniciado una espiral de
desgracias. Joan había entrado en barrena y en busca de evadirse de todo
encontró la salida fácil de la cocaína.
Acabada la temporada 1992
Tabacalera dijo basta y Garriga se vio a pie. Hasta que apareció Ducati con una
oferta para correr Superbikes que, lógicamente, Garriga, a punto de cumplir 30
años, no rechazó. Pero el tiempo de la magia y las emociones había pasado.
Paladeó el sabor del champagne en Hockenheim, pero sólo hizo cinco carreras.
Después, el Gran Premio de Europa, en Montmeló, como piloto invitado a lomos de
una Cagiva 500. Y dijo basta.
Desapareció de las motos. Se fue
entre los reproches de muchos, señalado, marcado como un apestado. Lo peor
estaba por venir.
Se le vinculó a asuntos turbios,
se le acusó de haber provocado el incendio de su negocio para cobrar el seguro,
se le involucró en un tema de narcotráfico, de falsificación de moneda. Terminó
ante un tribunal, y aún antes de que el juez dictara sentencia se le condenó.
Simplemente era culpable a los ojos de todos. Y nadie alzó la voz.
Recibió una despedida miserable
por parte del mundo de las motos. Sólo unos pocos siguieron allí, cerca de él,
en los malos tiempos, mientras que Joan iba y venía a la vida. Como hoy.
Recordado por todos, pero con la indiferencia de muchos.
A estas alturas ya, qué más da:
Joan sigue viviendo rebelde y libre.
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